Ahora no se habla de otra cosa que de ese partido que parece que no se jugará en el Bernabéu. Aún no se ha dicho la última palabra sobre este tiempo turbulento que empieza por una ocurrencia y termina como una riña de gatos. Las redes sociales y las emisoras de televisión, especializadas en atizar el rescoldo, no dejan de buscar tintes patrióticos a la divergencia y a mí se me ponen los pelos de punta ante el dislate que supone convertir una buena ocasión en una ocasión resbaladiza.
Por eso, porque es resbaladiza y obtiene todo tipo de calificativos, en las redes, en las casas y en los bares, me gustaría hablar de lo que no se habla; es decir, de lo que se cuenta en silencio, o con la boca tapada, en los estadios españoles. No sabía cómo abordar el asunto este de los futbolistas, los entrenadores y los directivos tapándose la boca para decirse cosas mientras la tele los mira en los campos de juego.
Y resulta que leyendo un hermoso libro de Sergio Ramírez, que fue vicepresidente de Nicaragua y es un enorme novelista, hallé el calificativo preciso para esa tarea de taparse la boca. El libro se llama Sara, es una extraordinaria novela editada por Alfaguara y trata de la mujer de Abraham, el personaje bíblico al que Dios (que aquí se llama El Mago) conminó a matar a su hijo, hasta que la situación pudo resolverse por la menos tremenda. En esa novela, que se lee como agua, de fresca y veloz que es, escribe en un momento determinado Sergio Ramírez: “Haz como has dicho, dijo, imperativo, el mismo que había hablado antes, y luego se acercó al oído de los otros para susurrarles algo, y los tres rieron de nuevo, tapándose la boca como unos verdaderos necios”.
Más sencillo, agua. Ese es el adjetivo, necios, que responde perfectamente a esa manía que persigue ahora a los distintos elementos humanos de un terreno de juego: como quiera que es posible que digan algo que no deben conocer los telespectadores, sobre todo, se tapan la boca unos y otros, “como unos verdaderos necios”. ¿Qué se dicen con tanto interés de no ser escuchados? ¿Por qué no hablan, o por qué no callan, a la vista de todos? ¿Por qué inducir a la gente a compartir ese misterio en el que seguramente se encierran verdaderas chorradas?
Con esas costumbres lo que se consigue, me parece, es acostumbrar aún más al espectador televisivo del fútbol a considerar a los futbolistas como entes ajenos a su curiosidad y a su juego, y a entender que son seres que se pasan el rato traspasándose secretos que los alejan del juego propiamente dicho.
Nuestro siempre ponderado Jorge Valdano me contaba hace años el efecto que tenía en los niños que juegan en los patios de los colegios aquella manía, luego extendida, de Raúl de besarse el anillo cada vez que obtenía un gol, que fue muchas veces; pues ahí tenías a los niños de las escuelas besándose sus dedos sin anillo como si ya hubieran ganado un fetiche para sus mochilas. Y es que la tontería es más contagiosa que la moderación.
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