Hace tan solo doce días, la Policía detuvo a nueve aficionados ingleses que decidieron emprenderlas a mamporros durante un partido de la League One entre el Rochdale y el Oldham Athletic. Se peleaban entre ellos y con la Policía. Otros 28 hinchas fueron evacuados del estadio. En un mes particularmente negro, en abril del año pasado, docenas de aficionados se pegaron en Newcastle, Wembley fue testigo de otro enfrentamiento en una semifinal de Copa y en varias estaciones de tren, tras encuentros tensos de final de temporada, se escucharon insultos racistas y provocaciones. Fueron detenidos 80 aficionados y parecía que la “enfermedad inglesa”, el hooliganismo había regresado. En realidad, nunca se fue del todo, pero está más bien controlado.
De los sesenta a los ochenta, Inglaterra fue inicialmente escenario de incidentes espontáneos relacionados con el fútbol que pasaron a convertirse en violencia organizada que obligó a una reacción de las instituciones. Se buscó la segregación en los estadios de las aficiones rivales, y de las aficiones con los jugadores. Pero esa estrategia culminó dramáticamente en el desastre de Heysel en el 1985, con la muerte de 39 aficionados. Cuatro años después, la ineptitud policial provocó otro desastre, el de Hillsborough, nada que ver con el hooliganismo como se ha demostrado en los últimos meses tras años de disputas legales, pero sí fue el punto de partida de una reflexión generalizada sobre el fútbol. Y lo que tuvo lugar fue una revolución que hoy sirve de ejemplo en el mundo.
Nuevo aficionado. Tras Heysel, los equipos ingleses fueron sancionados cinco años sin participar en Europa porque aquello fue la gota que colmó un vaso lleno de acciones violentas de sus hooligans. Tras Hillsborough se publicó el Informe Taylor, a petición gubernamental, que aconsejaba que los estadios profesionales tuvieran asientos, eliminando las tradicionales localidades de pie. Se echaron abajo las vallas de seguridad, se dejaron de vender bebidas alcohólicas, se mejoraron las salidas de emergencia, se instalaron cámaras, se dio prioridad a los abonos anuales y el tiro de gracia lo dio el dinero que llegó de la televisión y los grandes patrocinios. Un nuevo aficionado (más mujeres, más clase media) empezó a acudir a los campos.
El hooliganismo sigue existiendo, pero el cambio social de la grada, una mayor vigilancia policial y de los cuerpos de seguridad de los clubes, además de arrestos de líderes de los grupos violentos, dejó la violencia en manos de grupos cada vez más pequeños, que fueron alejándose de los grandes estadios para dirigirse a otros menos vigilados. Como los de la League One.
Las conclusiones políticas y académicas de aquella época siguen siendo referencia hoy: no se podía separar la violencia de la situación general, ya que suele manifestarse cerca de una línea de separación. En Escocia, por ejemplo, la violencia era de origen religioso.
La Federación Inglesa se esforzó en premiar lo positivo de las aficiones. Pero también se trabaja todavía con una regla universal: el hooliganismo no desaparecerá nunca del todo en el fútbol. Hay que estar eternamente atento y no hay que dejar de educar a la afición.
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